El fuego llegaba a primera hora de la mañana a Baiona, al entorno de la Virgen de la Roca. Poco después, comenzaba mi jornada laboral, dentro de las inmediaciones del Parador. Me sorprendió que hubiera un nuevo foco, ya que tres días antes la zona había sufrido ataques del fuego. Comencé el servicio de comidas, como cualquier otro domingo, cuando sobre las tres de la tarde un cliente se acercó para avisarme que parecía que había humo por la zona alta de Baiona, por encima del cuartel de la Guardia Civil. En un principio no le di demasiada importancia. Incluso lo tranquilicé. Le contesté que no se preocupase, que seguramente fuera humo del incendio que se había originado a la mañana tras cambiar el viento de dirección. Sin embargo, me equivoqué. No pasaron ni cinco minutos cuando la zona ya estaba envuelta en una lengua de fuego impactante que dejó al concello lleno de humo en apenas unos segundos. No se veía nada. El olor era insoportable y las cenizas empezaban a entrar al local. Hubo que cerrar las ventanas para que el ambiente no fuera irrespirable. Algunos de los clientes decidieron quedarse en las instalaciones porque no se podía salir a la calle. Y menos conducir por la carretera.
La preocupación era máxima. Algunos de mis compañeros de trabajo salieron antes de tiempo. Sus casas estaban próximas al incendio. En mi caso, esperé un poco más, e intenté que la situación no me sobrepasara. Nos enteramos que el fuego llegaba hasta el Parador y que, en caso de evacuación, nos dirigiéramos hacia los pantalanes para no tener ningún tipo de peligro. Llevábamos todo el día aspirando humo y nos sentíamos realmente cansados.
Sobre las siete de la tarde, las llamas estaban en el barrio de San Antón y que estaban ya próximas al campo del Aral. En ese momento el pánico se apoderó de mí. Mi abuela vive en esa zona. Decidí recogerla para llevarla a mi casa, en Coruxo. Llamé a mi madre para contarle el plan y su contestación fue más dura todavía: “Aquí no vengas. Fragoselo también está ardiendo. Ni se te ocurra coger el coche. Resguárdate donde puedas”. Sobre las nueve de la noche, mis padres decidieron abandonar la casa a su suerte porque las llamas cada vez eran más próximas y los campos estaban ya envueltos en llamas.
A partir de ahí comenzó la noche más larga de mi vida. Marché del trabajo y me fui a intentar ayudar a los vecinos de Baiona. Me recogieron a la entrada del trabajo. Durante el trayecto me contaron historias inverosímiles de lo que había pasado durante la tarde. Historias desoladoras que después pude comprobar por mi misma.
Mi primera parada fue la Virgen de la Roca. Todo estaba envuelto en llamas. Los que estábamos allí ayudamos a los bomberos y a Protección Civil a tratar de extinguirlo. Íbamos monte abajo con las mangueras para que el peso fuera repartido. Aunque la visibilidad era muy mala, parecía que después de un tiempo, no tengo ni idea de cuánto, logramos controlarlo.
La siguiente parada fue un poco más arriba, donde se encuentra el restaurante Paco Durán. Aquí la lengua de fuego estaba barriendo toda la zona con mucha rapidez, pero al rato nos mandaron salir corriendo. No entendí el por qué hasta unos días más tarde, cuando me informaron de que había un depósito de gas.
A pesar de que las horas pasaban muy lentas, no tengo una conciencia real temporal. Creo que sobre la una de la mañana, o quizás antes, fue cuando llegué a la zona de las casas. Vi imágenes que jamás olvidaré. Fuego y cenizas incandescentes, que se multiplicaban a cada minuto, nos rodeaban. Nos reunimos como 150 o 200 vecinos para tratar de extinguir el fuego que, cada vez más, se acercaba a las casas. Utilizamos mangueras caseras para llenar las decenas de calderos, cubos, palanganas y todo lo que podíamos para combatir las llamas. Pero no era suficiente. La presión de agua era muy escasa y el fuego se expandía cada vez más rápido.
Uno de los momentos de mayor tensión lo pasé ahí. Estaba dirigiéndome hacia el coche para beber agua, cuando una lengua de fuego me pasó a centímetros del cuerpo, cerrándome el paso del camino y quedando gente al otro lado. Me puse muy nerviosa. Comencé a correr hasta que vi un portal abierto y dentro una piscina. Me metí tal y como estaba con todos los cubos que tenía. No fue hasta el día después que fui consciente de todos los kilos que llevaba encima y cómo fui corriendo con ellos al peso. Correr sin pensar. Y darte cuenta que si hubiera pasado un segundo más tarde podían haberme tragado las llamas. Logramos extinguir el paso y afortunadamente no hubo que lamentar un daño mayor.
Horas más tarde fuimos hasta el barrio de San Antón, donde peligraba otra vivienda. Allí hicimos una cadena humana desde la piscina hasta el fuego. Tuvimos suerte que los bomberos no tardaron tanto en llegar. Aguantamos hasta casi las cinco de la mañana. Nuestros cuerpos estaban exhaustos. Estábamos cansados. Nos costaba respirar por toda la inhalación de humo. Pero esa noche el dormir estaba sobrevalorado, simplemente tratamos de descansar. Y a la mañana siguiente, todo era gris ceniza.
Aún sigo sin creer lo que pasó. Es cómo un mal sueño. Las imágenes fueron tan impactantes que podría ser algo irreal. Sin embargo, creo que ni siquiera sabiendo qué ocurrió el pasado 15 de octubre pueda frenar los incendios que sufrimos cada año en nuestros montes. El ser humano es el animal más desarrollado en materia de sentimientos y, sin embargo, es el que comete más atrocidades de forma voluntaria. Sólo espero que lo que sucedió aquel domingo negro no quede en el olvido. Como pasa siempre. Porque lo que tengo claro es que la naturaleza y nuestros montes no lo van a olvidar en muchos años.
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