James Rhodes lo volvió a hacer. Tras su paso por el Auditorio Mar de Vigo en 2018, el británico siguió desarrollando ayer en el Teatro García Barbón su particular historia de amor con la ciudad olívica. Primero llegaron, a lo largo del día, distintas fotos sacadas a lo largo y ancho del municipio. La noche daría paso a la música. Y es que tras haber agotado de forma previa todas las entradas del recinto, los allí presentes tuvimos la oportunidad de disfrutar de un magnífico recital centrado en la figura de Beethoven.
A las 20:35 horas las luces bajaban su intensidad y el teatro quedaba en la oscuridad más absoluta. Sólo tres focos permanecían encendidos, todos ellos apuntando hacia el escenario. Para ser más concretos, hacia el piano en el que el británico nos ofrecería alrededor de hora y media de música. Aparecía Rhodes, fiel a su estilo habitual. Camiseta de mangas largas y pantalones negros. Deportivas blancas. La supuesta estética de la música clásica rota, una vez más, por el británico. Y se sentaba, sin mediar palabra de forma previa, al piano, dando paso a la primera pieza de la noche.
Un pequeño preludio de Bach, nos diría después. Es cierto que el concierto estaría centrado en Beethoven, conmemorando el 250 aniversario de su nacimiento, pero “sin Bach no hay Beethoven”, como nos explicaría. “Beethoven fue el puto amo, mi héroe, pero Bach es el abuelo de la música clásica”, por lo que era muy necesario el empezar de esa forma un recital que en su parte central estaría dedicado, únicamente y como decíamos, a Beethoven, con la interpretación de tres de sus sonatas.
Tras contarnos eso y dedicarle un muy gallego “boas noites” a la ciudad de Vigo y a Galicia en general, provocando una atronadora ovación por parte del público, resumiendo de forma posterior el asunto del Brexit con un “hasta luego, Mari Carmen”, Rhodes volvía a su instrumento y daba paso a la primera de las tres piezas principales de la noche: La sonata para piano nº 15, también conocida como “Pastoral”.
Compuesta por cuatro movimientos y con una duración de unos veinticinco minutos, sirvió a la perfección para demostrar que lo que se vive por James Rhodes es auténtica devoción. En un mundo que se caracteriza por lo rápido que ocurre todo, en el que la música se reduce ya a algo casi prefabricado y embalado en un formato que rara vez pasa de los tres minutos, ver a un hombre a solas con un piano purgando su dolor a través de piezas de casi media hora de duración puede resultar algo desconcertante para los no familiarizados con la música clásica, o para aquellos que acuden a esta clase de conciertos más por el mito que por el aspecto artístico. Pero ayer no dio la sensación de que eso le ocurriera a nadie. Un silencio sepulcral invadió el teatro de principio a fin, sólo roto por alguna tos o moqueo puntual a lo largo de toda la pieza, y eso marcaría el tono de la velada y el comportamiento del público en general: Respeto absoluto por el británico. Una audiencia de diez.
Volvía Rhodes entonces al micrófono para contarnos algunos detalles más sobre Beethoven, destacando que era alguien “incluso más tiquismiquis que yo”, levantando las risas del público, y para explicarnos que la segunda pieza sería la sonata para piano nº 27 en Mi menor, de sólo dos movimientos. “Un primero que supone una especie de concurso entre cabeza y corazón, y un segundo que es una conversación con una de sus amantes, jugando aquí la música el papel de las palabras”.
Y es que los conciertos de Rhodes son también esos relatos, esas explicaciones, y no sólo música. El escuchar hablar a una persona que ha sobrevivido al infierno, y que ha vuelto de él para contarnos con la mayor de las pasiones sobre eso que tan feliz le hace, algunas de las composiciones musicales más bellas habidas y por haber, y que tantas veces le han salvado la vida, como en más de una ocasión ha comentado.
Pasaba entonces el ecuador del concierto, y James introducía la que sería la última, y su favorita, de las sonatas que tocaría a lo largo de la noche: La sonata para piano nº 21, conocida de forma común como Waldstein, uno de los mecenas de Beethoven. Rhodes nos explicaría que este hombre “le aportó el respaldo económico que necesitaba, pidiéndole que sólo se preocupase por tocar música y nada más”, a lo que añadiría, en tono humorístico, que “si alguien del público está dispuesto a hacer algo así conmigo, no me parecería nada mal”, añadiendo finalmente que también es conocida como sonata del alba, pues “su final es como ver la llegada del Sol al empezar un nuevo día”. Compuesta por tres movimientos, marcaría el final del repertorio principal de la noche.
Pero no el del concierto. Tras abandonar el escenario para volver dos veces y dedicar las oportunas reverencias ante la tremenda ovación que allí se le estaba dando, James interpretaría otras dos piezas, a modo de bises. Y lo hizo provocando la locura absoluta del teatro al estar el intérprete desde ese momento ataviado con esa camiseta, tan de moda últimamente, y que él lleva con tanto orgullo, en la que puede leerse el nombre tachado de algunas de las principales ciudades del mundo (Tokyo, NY, Madrid y París), acabando la lista con el nombre de Vigo sin tachar. Toda una declaración de intenciones.
Terminaba, pues, el recital con una pieza de Schumann, Noche de primavera, destacando el músico que suponía toda una ironía el tocar algo así con el presente clima de Vigo, esa ciudad a la que él tanto quiere. Y que tanto le quiere a él. James se marchaba ya de forma definitiva del escenario con el público aplaudiendo ahora en pie. El amor y el cariño recíproco entre ambas partes más que patente. Y la seguridad de todos los presentes de que, con semejante relación ya establecida, muy raro sería que ésta fuera la última vez que le veamos por aquí. Más un hasta luego que un adiós.
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